D E J A N D O S E N T I R
A L C O R A Z Ó N
Cuánto
se muere por nada
en
esta guerra de lágrimas...;
¡oh
padre!,
arañando
luz,
desprohibiendo
o inventando
alguna
verdad,
algún
silbo sólo puro, de uno, de uno, al fin libre
para siempre desde
el corazón.
Te doy
–hoy– la voz
incorruptible,
incorruptible,
desnuda,
fieramente decidida,
la
humilde que tú dejaste,
ésa
precisa…,
y la
atrinchero todo lo que puedo con tus entrañables –tan
bellos–
recuerdos,
con tu
valor enriquecido de tierra
y de esperanza.
¡Cuánto
amaste a luz y a Cristo!,
como
los charcos de sed que deja con sangre iluminando un ser ofrecido…
y como
–quizás– los trajineos
de
sonrisas en la tan dignísima jornada, en la tan dignísima jornada.
Como los cañaverales.
¡Cuánto
amaste! Y por eso
mi nombre es tuyo,
mi nombre es tuyo,
y mis dos manos, todo
mi camino,
este
barro ya es para ti,
la
ternura que tengo tiznada del mundo
ya es
para ti,
lo
tanto, la soledad perdida, la pobredumbre acuchillada de miseria;
porque…
mis gritos me sacarán de todo
si es
que así el amor lo dice,
porque…
mis gritos sabrán qué hacer.
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